Al convertirse en ciudad papal, Aviñón empezó a resquebrajarse por todos los lados. Se convirtió en un lugar corrupto en el que convivían el poder y el esplendor con la debilidad y la miseria. El tráfico de influencias era algo totalmente normal; se derrochaba el dinero sin límites y todo el mundo vivía por encima de sus posibilidades. Eran tantos los excesos, que posteriormente los papas Benedicto XII, Inocencio VI y Urbano V tuvieron que hacer grandes esfuerzos para restablecer el orden y disminuir la corrupción.
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