Una vez al mes los sacerdotes se cortaban el pelo en el calefactorio, único lugar caldeado del monasterio. Era normal llevar la cabeza rapada y la barba bien afeitada. La vida era rigurosa y de costumbres sobrias. Pasaban el día trabajando o rezando, tal como observaba el precepto de san Benito. Los cánticos de los 300 monjes de la abadía inundaban a diario la iglesia, una grata manera de amenizar las plegarias y acercarse a Dios. Solamente hacían una comida al día, excepto entre el domingo de Resurrección y septiembre, cuando el trabajo en los campos es especialmente duro.
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